Por fin, ¡vacaciones! ¿De verdad es vuestra infancia anhelabais la llegada de las vacaciones de verano? Creo que en mi círculo de amistades nunca ha sido motivo de debate esta cuestión por lo que me limitaré a contar mi experiencia sin poder contrastarla con lo que la mayoría opina. Pues no, en mi caso no recuerdo haber deseado la llegada de las vacaciones: en el colegio me lo pasaba en grande y en las vacaciones disfrutaba de la vida en el campo. ¿Era conformista, o es que los niños son conformistas? Quizás todo se debiera a que en cada momento he disfrutado de lo que he hecho y cuando algo no me ha gustado he tratado de alejarlo sin provocar demasiado revuelo, aunque esto último no siempre ha sido posible. Pero no nos desviemos de nuestro objetivo que es el contaros como lo pasaba en el pueblo natal de mi madre, Ariza, en casa de mis tíos Lucia y Jesús.
La casa de los tios
Lo primero que tengo que hacer es mención a mi tía Lucia que en paz descanse. Como buena García, nunca tuvo necesidad de ir al médico… y cuando cayó enferma fue para despedirse de este mundo con suma brevedad.
Mis tíos vivían en la casa más al norte del pueblo, junto a la antigua carretera nacional II en dirección a Zaragoza, construida a media altura de uno de los típicos cerros arcillosos y áridos de la zona. En aquel entonces me parecía que vivían muy lejos del pueblo, ahora veo que aun estando a las afueras del pueblo sigue estando muy cerca porque todo es pequeño. La casa tenía entonces para mí un gran encanto: poseía un cuarto que era la cueva porque estaba escavado dentro de la montaña del que a su vez salían dos pequeños misteriosos y oscuros cuartos en los que mi tío guardaba desde unas viejas traviesas de la vía férrea a la cesta de secar caracoles para poder ser cocinados. La escasa luz artificial, sólo había una débil bombilla en la más grande se las tres salas, y unido a mi siempre defectuoso sentido de la vista, hacían que la cueva resultase entre misteriosas y peligrosa, acrecentándose estas sensaciones por el continuo ruido que se producía cada vez que un caracol se precipitaba desde lo alto de la caracolera e iba a estrellarse con el resto de sus congéneres. Por su puesto que estas observaciones son el resultado de dormir muchas noches allí y tardar en hacerlo debido a estos cotidianos ruidos y otros esporádicos que causaba algún ratón hurgando entre los misterios almacenados de mi tío que supongo alguno sería comestible.
Arturo, en el jardin de la entrada
Tengo que decir que nunca he sido miedoso y no me ha asustado la oscuridad, ni la soledad, ni tan siquiera las personas, pero si he hecho mención a esto es porque tengo que reconocer que en una ocasión, de las pocas que recuerdo haber ido al cine en el pueblo, donde vi una película de miedo, en la que se comían a las personas en un rústico restaurante de un pueblo como en el que estábamos, y como a la salida del cine me tuve que volver sólo a casa, recordad que la casa estaba alejada del pueblo, y a esas horas todo estaba oscuro, silenciosos y lúgubre, pues todo ello sirvió de caldo de cultivo para que cuando me metí en la cama viera aparecer esos fantasmas que iban a apoderarse de mi tierno cuerpo para preparar la comida del día siguiente…Esa noche si que oí a los fantasmas hurgando en la cesta de los caracoles, royendo entre las traviesas de madera, moviendo las paredes y haciéndolas crujir. Costo dormirme pero por lo menos me quedó el recuerdo de una mala película y el de una agitada noche.
El día a día consistía en levantarse, salir al corral a echar el pis mañanero, desayunar con mi tía y a partir de aquí las mañanas se dividían en dos posibles actividades: o bien iba con mi tía al pueblo de compras o bien me pasaba la mañana en el corral o iba a la vaquería del “Borrascas” que estaba un poco más arriba del cerro donde estaba la casa de mis tíos. Mis tíos poseían un pequeño corral donde se criaba un cerdo en la cochiquera, unos cuantos conejos repartidos en dos conejeras, un puñado de gallinas que pululaban a su antojo por el corral y por el resto del camino puesto que no había ninguna valla que les impidiera ir a su aire, un par de cabras y además, el burro y el perro que tenían el privilegio de compartir el patio-terraza de la casa, el burro en su cuadra y el perro suelto a su aire aunque tenía su rincón en un cuartucho donde se guardaba la hierva, las herramientas y las bicicletas.
Con el tío Jesus...
La mañana que íbamos de compras al pueblo solía ir a ver a mis tíos Mariano y Esperanza que tenían un bar casi en la plaza del pueblo junto al barranco, en un tranquilo rincón. Allí solía jugar alguna partidita a la maquina de bolas o pin Ball hasta que mi tía Lucia volvía a buscarme. También íbamos de a ver a la tía Candida, tía de mi madre y mi tía Lucia, una anciana encantadora que siempre conocí doblada en 90º por su terrible dolor de espaldas, postura en la que se desplazaba y hacía todos sus quehaceres domésticos, si bien, con esfuerzo podía ponerse derecha por momentos.
Las tardes estaban reservadas para mi tío Jesús. Cuando el volvía de trabajar de la vía, porque trabajaba en RENFE, siempre teníamos alguna actividad pendiente. Lo normal era ir a segar un saco de hierva para los animales, pero todos los veranos tenían reservado sus días de siega de alfalfa con la guadaña, la recogida de manzanas, ir a buscar caracoles si llovía algún día, tomates cuando estaban maduros, patatas, acelgas, ocasionalmente setas y restos de grandes cosechas de otras muchas variedades hortícolas. Parte del goce de estas actividades estaba en los medios de transporte: desde ir los dos más el saco en una motocicleta a llevar cada uno una enorme y pesada bicicleta cuyo trasportín –que en este caso debería llamarse trasportón- pesaba más que el resto de la bicicleta puesto que los hacía el herrero con sólido y pesado hierro. Cuando me subía a la bici con un saco atrás tenía que andar con mucho cuidado para que no se me levantara sobre la rueda trasera. La verdad es que no me puedo imaginar como se me vería ni siquiera he preguntado a mi tío como me veía él, aunque supongo que suficientemente seguro para permitirme hacerlo. El otro medio de transporte que usábamos era el carro tirado por el burro cuando había que ir a recoger grandes cantidades de alfalfa o patatas. En otras ocasiones íbamos sólo montados en el burro. De estas experiencias me viene a la cabeza una vez en que volcó el carro, burro incluido, y la cara de mi tío cuando me vio tan campante observando como el burro se ponía patas arriba después de que me anticipase al vuelco dándome tiempo a bajar. En otra ocasión, montado sobre el lomo del burro y con las riendas sujetas en corto, este bajó de golpe la cabeza para comer u olisquear algo y salí rodando por encima de su cabeza.
Ahora se me vienen multitud de imágenes desordenadas del día a día. Por supuesto nada extraordinario salvo para un niño con ansias de aprender en un entorno que no es el cotidiano. De ahí la inquietud que me provocaban las actividades del día a día, como recoger los huevos que ponían las gallinas, echar de comer a los animales, ver el nacimiento de algún conejo o de un cabrito, ordeñar a las cabras y esperar la broma de mi tío que consistía en apuntarme con el pezón de la cabra y enchufarme un buen chorro de leche, limpiar el estiércol, dar de comer al cerdo que salía de la cochiquera echo un toro hambriento y feroz dispuesto a meter el hocico en cualquier sitio hasta que acertaba con el cubo en el que mi tía le había preparado el pienso dando cuenta de él en un santiamén…Después quedan las actividades extraordinarias como eran reparar las bicicletas, las alforjas del burro, hacer arreglos en el corral o construir un palomar de adobe encima de la cochiquera del cerdo.
También pasé muchas horas en la vaquería del Borrascas: las vacas pastaban atadas frente a sus pesebres pero para beber se las sacaba a un pequeño patio donde había un gran pilón. Las vacas por norma solían salir tranquilas pero los novillos rebosantes de energía trotaban y brincaban en el poco espacio que tenían llegando si no a dar miedo, si a tener que tomar precauciones para evitar el mínimo contacto con ellos. Mención especial a la época de celo en la que se sacaba al patio a las vacas de una en una para que las montara el macho: visto desde un metro de altura y a poco más de un metro de distancia os aseguro que era todo un espectáculo. Y una fuente de conocimiento: aunque la reflexión que voy a hacer quizás no sea válida para esta época ni para la raza humana no puedo por menos que contar lo observado y lo contrastado con mi propia experiencia. Intrigas a parte, en mi niñez observe como durante el cortejo entre las vacas y los toros, las primeras permanecía impasibles dejándose hacer, abrevabándo en el pilón mientras el toro o novillo, saltaba, bufaba, montaba a la vaca empujando con frenesí en posiciones acrobáticas sobre las patas traseras…y la vaca como si tal cosa, será que la naturaleza es así.
Después de todas estas actividades cotidianas, bien rebozado entre las patas de las vacas, revolcado por el corral, corriendo por las vegas, cargar sacos…llegaba la hora del aseo. El agua del cubo que había puesto desde por la mañana al sol en el patio cogía una temperatura suficiente para clasificarla de agradable y poder realizar el aseo en el mismo patio. El baño disponía de taza y lavabo, ni bañera ni plato de ducha, pero como no disponía de alcantarillado era completamente inservible. A orinar y a defecar al corral o subir hacia el monte o si te pillaba en la vega, pues allí mismo, como en casa. Y el aseo en el patio, con ese cubo de agua templada. ¿Incómodo? Para nada. Para hacer pis, y esto no lo cuento por poner una nota escatológica, salía al corral donde había una especie de canal que recogía el agua de lluvia que bajaba por el cerro para evitar que acabara en el tejado de la casa. En el lado de la pared de la casa hay un poyete que quedaba aproximadamente a la altura de mi bragueta –de la altura de antes- y por donde solían subirse los pollos, como aquel, que un día mientras hacía una micción actuó como un pollo y me la picó. No pasó nada, ni repercusiones psicológicas ni físicas del miembro implicado.
¿Habéis trillado alguna vez en la era con uno de esos trillos tirados por un burro con los que ahora se hacen mesas rústicas? Llegamos a la era y al remover el trigo o la cebada lo primero que apareció fue un nido de ratones recién nacidos. Los adopté y se los llevé a mi hermana Alicia que se puso loca de contenta….vamos daba saltos y gritos….aunque quizás no fuera realmente de alegría….Después te subes sobre el trillo y haces que el burro de vueltas y vueltas aplastando el cereal para que quede bien triturado antes de que se pueda aventar. Esto es un proceso manual que consiste en tamizar primero para quitar la paja más grande y después lanzarlo al viento para que la paja más ligera que el grano se separe. Entonces el grano se recoge en sacos y a guardar al cuarto de los ratones, llamado así porque debido a que allí se guardaba el grano pues siempre estaba habitado por algún ratón. Un día, entramos a este cuarto y oímos el ruido que hacia un posible ratón. Este al oírnos trató de escapar por la puerta pero mi tío muy hábil y rápido lo atrapó entre sus pies y yo tan rápido como mi tío le eché mano y lo agarré por el rabo, un segundo, que es lo que tardó en darse la vuelta y morderme el dedo captor lo que le sirvió para recuperar su libertad y a mi para saber que hasta la más pequeña de las fieras puede resultar peligrosa.
Estuve yendo al pueblo desde antes que tuviera uso de razón hasta los trece años. Esto hizo que apareciera un especial cariño o amor hacia mis tíos Lucia y Jesús. Posteriormente me he llegado a enterar que podrían haber sido mis padres, pues ante la incapacidad de mis tíos para tener hijos quisieron quedarse conmigo….pero mi madre alegó que un hijo siempre es un hijo aunque las dificultades sean grandes. Estos recuerdos son un homenaje….gracias tíos.